

La capacidad de sorprender es un valor añadido que agradecen los espectadores, que no entren a la sala con una predisposición innegociable. El guión de Langosta tiene esa capacidad revulsiva y, como toda propuesta valiente, se mueve en el filo de lo ridículo y lo sublime.
En esta ocasión Yorgos Lanthimos se apoya en el humor, aunque amargo, para narrarnos una distópica fantasía que, curiosamente, a pesar de lo disparatado de esa transmigración de las almas al mundo animal, sentimos más próxima de lo que sería razonable; y esto nos inquieta lo suficiente como para buscar paralelismos en la pérdida, gota a gota, de las libertades individuales que estamos asumiendo en los días que corren, y que los poderes argumentan como control para favorecer la seguridad.
En un mundo en el que tanto el Gran Hermano como la resistencia beben de las mismas fuentes represivas y autoritarias, empiezas a valorar que tal vez esa tercera vía, la de pasar al estado salvaje para gozar al menos, y sin violar las normas, del desarrollo instintivo no sería, en absoluto, una idea desechable.
El amor, en este proceso de búsqueda y definición, ¿facilita o entorpece la resolución?
Al intentar coser los hábitats inconexos (hotel, bosque, ciudad y vida animal) el director griego da alguna puntada sin hilo, e incluso se pincha por debajo del dedal; nada extraño cuando se manejan tantas hipótesis y cuando uno de los objetivos es sembrar de preguntas el patio de butacas.
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